Reino Unido.- Con 73 años de matrimonio, la pareja que conformaban la Reina Isabel II y el Príncipe Felipe de Edimburgo eran sin duda un ejemplo a seguir, especialmente en los momentos en los que ella se expresaba con tanto amor hacía el padre de sus hijos, quien hizo todo para casarse con ella, teniendo que renunciar a todo en lo que más confiaba por el puro amor que sentía por la monarca.
En el año 1947, el duque de Edimburgo y la aún Princesa, Isabel II, llegaron al altar, siendo un evento de suma importancia para la nación al ser la primera boda en realizarse tras la Segunda Guerra Mundial, por lo que no se escatimó en nada y se festejó por todo lo alto.
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Pero, antes de la feliz fecha, el Rey George VI, para poderse casar con su hija lo nombró duque de Edimburgo, conde de Merioneth y barón Greenwich, otorgándole el tratamiento de Alteza Real, siendo hasta 1957 cuando la monarca le otorgó el título de Príncipe.
Para ello, según fuentes, él tuvo que renunciar a todo, primeramente a su religión, la ortodoxa griega por el anglicanismo, a su preciada carrera como militar en la Marina y por supuesto, a sus derechos dinásticos, su título de Príncipe de Grecia y Dinamarca.
Una vez casados, todo parecía estar en orden, pero al momento de coronarse como la soberana del Reino Unido, de cierta forma tuvo que renunciar a su apellido, Mountbatten, pues aunque era británico, al ser la representante de la casa real, sus hijos ostentarían el nombre de esta, Windsor, siendo el primer hombre en no poder darle su nombre a su descendencia, lo que señalan fue doloroso para él.
Años después, trascendió que Isabel II al ver el enorme sacrificio de su pareja, decidió hacer la ley que la descendencia masculina que no llevara el título de su Alteza Real, como Archie, serían bautizados como Mountbatten.
Fuente: Hola