En 1896, en Chapultepec, lo más perfumado y elegante de la sociedad porfiriana se reunía en palacio para ser testigos de un invento que estaba estremeciendo al mundo entero. El cinematógrafo de los hermanos Lumière. Naturalmente, el primer tema filmado en nuestra tierra no podía ser otro que el mismísimo presidente don Porfirio Díaz Mori, montado a caballo y paseando junto a algunos de sus ministros en el bosque de Chapultepec. El dictador era un conocido admirador de todo lo francés. Desde entonces, en nuestro país y en el mundo entero, el séptimo arte ha sido siempre un fiel reflejo de la sociedad que lo construye.
Piense usted en ese periodo histórico conocido como la guerra fría. Después de ganar la segunda guerra mundial, las dos naciones vencedoras más poderosas, Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS), separadas por ideologías políticas y económicas incompatibles, empiezan una larga y dura guerra en la que no se tiró una sola bala.
Estudiemos películas icónicas de esta época como Invasion of the body snatchers (Don Sieguel, 1956) que nos narra el terror de una invasión extraterrestre; unas criaturas semi vegetales duplican a cualquier ser humano hasta el mínimo detalle para después suplantarlo. Aquí podemos leer entre líneas una velada alegoría del pánico de la sociedad estadounidense a la invasión soviética. El espía comunista podía ser cualquiera, tu vecino, tu compadre, tu amigo, un estado de paranoia constante.
Al otro lado del mundo, en Japón, nación que recibió dos bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Se acabó la guerra, sí, pero inició el terror del holocausto nuclear. Inspirados por el trágico accidente de un barco atunero que sufrió contaminación por la lluvia radioactiva de la bomba de hidrógeno detonada en el atolón Bikini en 1954, se inicia la que sería una larga y exitosa franquicia de películas de monstruos: Gojira (Ishiro Honda, 1954), conocida en nuestro continente como Godzilla.
Del mar profundo, surge una gigantesca criatura que destruye todo a su alrededor, que tira rayos atómicos por la boca y que resulta prácticamente indestructible. No hay que esforzarse demasiado para leer el terror del pueblo japonés posterior a la destrucción nuclear y la tortuosa reconstrucción de la postguerra, reflejados en esta saga de películas que 70 años después sigue resultando muy lucrativa.
Como puede ver, el cine no sólo está para divertir, distraer, sino que al estar inspirado por las masas y ser creado para ellas es un excelente termómetro del espíritu de los tiempos. Es por esto que hoy le vengo a comentar (sin arruinar la trama, por supuesto) una película de reciente estreno en cines, escrita y dirigida por el uruguayo Fede Álvarez y basada en la ficción creada por Dan O’Bannon y Ronald Shusett: Alien Romulus (2024).
La sinopsis es muy sencilla, en un futuro muy lejano, los obreros de un planeta minero trabajan día y noche, sin ver la luz del sol, en un ambiente oscuro y opresor, con el único sueño de juntar lo suficiente para mudarse a otro planeta. La historia sigue a un grupo de jovencitos que descubre una estación científica abandonada, en la que pueden encontrar la llave para huir de la prisión de su condición proletaria. Dentro de ella, un terror inimaginable acecha en las sombras. Una criatura de pesadilla.
Un miembro de este grupo, Andy (interpretado por David Jonsson), es en realidad una persona artificial que fue rescatada de la basura por el fallecido padre de Rain (Cailee Spaeny) quien lo considera su hermano. Pero no todos son tolerantes con este milagro tecnológico. Algunos lo ven con desconfianza, y otros de plano con odio. Esta Inteligencia Artificial (IA) es incapaz por diseño de hacer daño a otro ser humano (referencia a las leyes de la robótica del escritor de ciencia ficción Isaac Asimov), aún así, despierta sentimientos tan reales y opuestos como cualquiera.
Podemos leer ahí un símil con el surgimiento de las inteligencias artificiales y su irrupción en nuestro día a día. Vemos, desdibujado entre la acción trepidante y los efectos especiales novedosos y atractivos, un poderoso síndrome de Frankenstein que me parece muy apropiado. El creador teme que su obra se vuelva en su contra y lo mate. Así como la criatura del doctor Frankenstein en la novela de Mary Shelley, este ser artificial puede rebelarse y causar nuestra destrucción.
Un sentimiento que ha despertado en la mente de nuestros contemporáneos inquietud. ¿Las inteligencias artificiales me pueden suplantar? ¿Puedo realmente ser amigo de un proceso digital que simula conciencia? ¿En qué tareas está bien que me reemplace y en cuáles no? ¿Es capaz de hacer arte? ¿De alcanzar la belleza? ¿Es capaz de ser leal o sólo obedece a su programación? De ser así, ¿nosotros somos diferentes? Ya nos lo dirá el cine del futuro, eso es seguro.