Alguna obsesión —mezclada con rechazo— tiene el presidente Andrés Manuel López Obrador contra los sonorenses Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles, Adolfo de la Huerta y Abelardo L. Rodríguez, porque nunca los menciona en sus discursos ni los ha agregado a las celebraciones anuales, donde en cambio sí ha incluido a Felipe Carrillo Puerto, Emiliano Zapata, los hermanos Flores Magón y Francisco Villa, entre otros.
Algo leyó o le platicaron de la grandeza de Obregón y Calles, verdaderos revolucionarios, que no le gustó. También pienso que nunca hurgó en la historia de honestidad y verdaderas convicciones de un revolucionario como Adolfo de la Huerta, y por eso también lo ha excluido de sus menciones y homenajes.
Cuando el presidente habla de la primera transformación se refiere obviamente a la Independencia (Morelos e Hidalgo, nunca a Iturbide). Al hablar de la segunda transformación se refiere a la Reforma, donde su personaje fundamental es Benito Juárez, y ni siquiera menciona a la generación de mexicanos que lo acompañaron; esos intelectuales y políticos calificados como la mejor generación política que ha dado México (Ocampo, Degollado, Zarco, Iglesias, Lerdo de Tejada etc.)
La tercera transformación —de acuerdo a su método para analizar la historia— le toca a la Revolución. Sus personajes fundamentales empiezan con Madero y terminan con Villa. De ahí se brinca a Lázaro Cárdenas, alaba a Ruiz Cortines (austeridad republicana) y a López Mateos (reforma eléctrica), y de ahí en adelante ya no reconoce a nadie en positivo para México hasta que llega a lo que según él es el período "neoliberal" que, de a cuerdo a sus propios datos y enfoques, empezó en 1983 durante el gobierno del presidente De la Madrid.
¿Por qué no reconoce ni menciona a los sonorenses que han gobernado México?, ¿Por qué no reconocer a Adolfo de la Huerta, que como diputado local de la XXIII Legislatura sonorense encabezó a quienes se rebelaron y nunca reconocieron la presidencia de Victoriano Huerta?
¿Por qué no reconocer a Álvaro Obregón, el único militar de la Revolución que nunca tuvo una derrota en sus múltiples batallas, que creó la Secretaría de Educación Pública y no tuvo empacho en nombrar como secretarios de gabinete a gente con mayor cultura que él —como José Vasconcelos, en Educación pública—?
¿Por qué regatearle reconocimientos a Plutarco Elías Calles, árbitro eficaz del pleito político del siglo en México —la transmisión pacífica del poder—, y creador de instituciones como el Banco de México y de la estructura política donde aprendió política el actual presidente?
Aunque el presidente nunca los mencione, la historia ya registra a cada uno de ellos en sus importantes aportaciones para México y sus instituciones, más allá de las fobias del poder hacia su desempeño revolucionario, que es lo único que explicaría su exclusión de las conmemoraciones oficiales del gobierno federal
Aún así, seguirán los homenajes cada 17 de julio (desde 1929) en el caso de Álvaro Obregón y los 19 de octubre (desde 1946) en el caso de Plutarco Elías Calles (que murió en la misma fecha de Lázaro Cárdenas).
Según el presidente López Obrador, en 1983 se inicia la tragedia de México porque ahí se inicia lo que a su juicio representa el período neoliberal. Ese período de 36 años que según él que abarca a De la Madrid, Carlos Salinas (creador del IFE, la CNDH y el TLC), Ernesto Zedillo (reformó la Suprema Corte y logró que las economía creciera al 7 por ciento), Vicente Fox, Felipe Calderón (seguro popular) y Enrique Peña Nieto.
Según él, nada bueno hubo en esos gobiernos, en un intento de manipular los hechos históricos a conveniencia de su partido y las justificaciones de ineficiencia e ineficacia de su gobierno. Y exagera en su intento de sesgar y ponerle camisas de fuerza a la historia de México a conveniencia de la política partidista y de su llamado proyecto de nación.
Hay en la historia moderna una multitud de hechos que contradicen su tesis y que le restan valor a sus ideas y esbozos teóricos.
El presidente nunca ha reconocido el enorme esfuerzo de los alfabetizadores, que redujeron el analfabetismo en México del 78 por ciento hasta el 4.4 por cien to; cifra que recibió el presidente en 2018. Mucho menos, cita a excepcionales secretarios de Educación Pública como Jaime Torres Bodet, creador del artículo tercero constitucional y los libros de texto gratuito; o Fernando Solana —creador de instituciones—, impulsor de programas de primaria para todos, creador de la desconcentración de la SEP, impulsor de la educación para los adultos y promotor de la expansión de la educación media superior en todas las modalidades. Solana y Torres Bodet fueron verdaderos reformadores en bien de México, y no de coyuntura política.
Tampoco registra el presidente al enorme ejército de médicos y enfermeras que contribuyeron mediante el Sistema Nacional de Vacunación —hoy desintegrado—, a erradicar epidemias y enfermedades graves (como la polio, la tuberculosis, la tos ferina y la lepra) que azotaban a la población pobre y marginada de México provocando miles de muertos.
La construcción del sistema nacional de carreteras tampoco le merece atención. Mucho menos que en esos 36 años señalados como los peores de México se haya firmado un Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, que ahora ha ubicado a México como el primer exportador comercial a Norteamérica, desplazando a China.
No. En su método para analizar la historia no está el reconocimiento de los avances, sólo de acciones de gobierno o conductas puntuales de las que puede sacar raja política.
Quizá por eso con sus 20 propuestas de reforma —material de campaña electoral— quiere disminuir los niveles de representación política en el Congreso de la Unión, los congresos locales y los ayuntamientos.
También busca afectar la división de Poderes, y eliminar de paso los órganos autónomos, símbolo de la modernidad política, el contrapeso y la descentralización del poder.
En su concepción ideológica, el presidente López Obrador no se propone transformar el Estado mexicano para modernizarlo, fortalecerlo y hacerlo más eficiente. Lo que busca es reducirlo y debilitarlo para concentrar más el poder —en un hombre y en un partido— de su autodenominado "movimiento", al tiempo que —de aprobarse las reformas— busca reducir la representación y regresarnos en el tiempo al anular los avances democráticos que en la práctica le dieron a México estabilidad política, y que con los años y las sucesivas reformas efectivas, consensuadas con todas las fuerzas políticas, llevaron la contienda social de las calles y las barricadas a los congresos y a los cabildos.
Para aderezar propuestas y retrocesos, ahora nos presentan como novedades unas tesis rebasadas por el tiempo y las nuevas realidades, como las de un “nuevo humanismo” (sic) o la "Revolución de las conciencias2 (sic), o eso de devolverle lo “humanista” a la Constitución. Tesis que ya no existen ni siquiera en los manuales de historia.
Ese "método presidencial" para interpretar la historia debería incluir también el análisis del por qué movimientos sociales iniciados en Cuba, Perú, Venezuela, Bolivia y Nicaragua como expresiones —y a nombre de las izquierdas— han derivado en dictaduras y en gobiernos eternos, que se sienten imprescindibles y donde lo menos que se respeta y apoyan son las libertades ciudadanas. ¿Será ese el modelo o para allá se pretende que vayamos? En menos de cuatro meses lo sabremos..
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