En sus años de candidato, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) las tenía todas consigo. Mediante enardecidos discursos, donde cargaba con fiereza contra la corrupción sistematizada en el país, pudo conseguir que miles le vieran como un referente de la moral que, teóricamente, debiera ser inherente al ejercicio público.
Al mismo tiempo reclamaba a los funcionarios y gobernantes de entonces su absoluta incapacidad para dirigir al país, pero sí darle una economía endeble, inseguridad, violencia y subordinación ante los poderes fácticos.
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Toda esa narrativa, acompañada de un lenguaje seductor para las masas, le confirió un carácter mítico, la de un outsider de la política tradicional que debía hacerse con el poder para reformar, de una vez por todas, las bases de la podredumbre nacional.
Pero cuando por fin ganó una elección, el hoy presidente cambió.
El tiempo y sus decisiones lo han ido desmitificando, al grado de que no se le puede reconocer al compararlo con su versión pasada. Básicamente, López Obrador mutó de un anhelante demócrata a un ególatra absolutista.
Al perder ese carácter mítico, López Obrador no comprende que no sólo ha dañado a las instituciones que le dan estabilidad y credibilidad a México, sino que le ha privado de la oportunidad de haber tenido un gobierno que fuera referente hacia el futuro.
El presidente tenía la obligación de refundar, bajo criterios democráticos, al país. Acabar con los ismos: el amiguismo, el influyentismo, el mercantilismo.
Debía reforzar a los otros poderes: darle libertad al Legislativo para incrementar la calidad del debate y fomentar el pluralismo, blindar al Judicial para ir de frente contra la arraigada impunidad.
Su labor también era la de reducir a los poderes fácticos. Mantener una línea clara, bajo un marco legal moderno, entre el poder económico y el político.
Evidentemente, de haber actuado de esta forma, la oposición que tanto odia no tendría la menor oportunidad de vencerlo en las elecciones de junio. Pero la dejó vivir por su incapacidad de gobernar bajo criterios que fueran más allá de verse el ombligo.
A cambio del deber ser, el sexenio de López Obrador nos deja la lupa de la DEA que filtra información de que los cárteles lo financiaron en sus campañas, la presencia de sus hijos en grandes negocios desde los contratos gubernamentales, la violencia criminal sobajando y subyugando a la población, obras faraónicas inservibles.
Pero, más grave, hereda a una serie de políticos de poca monta un estilo de gobernar centrado en deseos y frustraciones personales, lo que, siendo el Movimiento de Regeneración Nacional la fuerza dominante, pone al borde del abismo a México.
Porque él pierde esa aura mítica, lo cual en su enorme egolatría no comprende, pero deja al país en manos de una camarilla que ya afilas las garras.
Fuente: Tribuna