En una noche antigua, alrededor del año 315 a.C. en Grecia, Platón, después de un largo día en la Academia, decidió ir por el camino más dilatado del que habitualmente tomaba para ir a casa, con la intención de meditar con calma y con la mente más clara sobre lo que Sócrates había disertado esa tarde en la escuela de Atenas. El alumno preferido se sentaría en su viejo escritorio de ciprés a detallar, a la luz y sombras de las velas, lo que él mismo consideraba en ese momento la historia más extraordinaria que había escuchado, y que se convertiría en uno de los mitos, si no el más estudiado hasta la fecha, el más profético de la obra platónica. ?Trato humildemente de llenar las páginas en blanco de esa historia que no aparece en los Diálogos del autor de La República?.
Platón tenía en su mente algunos actos del mito: unos hombres sentados en una habitación subterránea en forma de caverna e inmovilizados desde su nacimiento, una abertura de luz en la parte superior, un haz de iluminación que venía de un fuego que entraba, y donde se lograba observar a través de sombras proyectadas los prodigios de una realidad que ellos solo podrían alcanzar a conocer en el reflejo de sus siluetas en el muro. En resumen, “¿estos prisioneros no atribuirán realidad más que a estas sombras? […], ¿no crees que creerían nombrar a las cosas en sí nombrando las sombras que ven pasar?” y finalmente, aseverará en su obra que esta es “la imagen de nuestra condición”. Pero, ¿cuál es nuestra imagen y condición moderna?
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El mundo reciente se ha vuelto un dispositivo móvil vertiginoso, basado en una consecución de redes sociales que nos “obliga” a interactuar con el otro y a ofrecernos el placer del sentido de pertenencia. En algunos casos, estos procesos de inmediatez y búsqueda de incentivos definen nuestra identidad, una conciencia a expensas de nosotros mismos. La humanidad se encuentra rodeada de algoritmos y con una Inteligencia Artificial (IA) diseñada para predecir nuestras huellas digitales y borrar lentamente nuestros pasos físicos. Se ha vuelto difícil escuchar el silencio, sentir el vacío, dejar que el tiempo pase, que la música de los días nos ofrezca armonía a nuestra espiritualidad, porque en esta modernidad líquida, que Zygmunt Bauman (1925-2017) definió como “la cultura líquida moderna ya no siente que es una cultura de aprendizaje y acumulación, como las culturas registradas en los informes de historiadores y etnógrafos. A cambio, se nos aparece como una cultura del desapego, de la discontinuidad y del olvido”. Avanzamos en la presencia de la modernidad, dejando atrás algo de nosotros; la realidad es un escenario ocupado por las prisas y la rentabilidad. En lugar de contemplar su propia esencia, la humanidad se esfuerza por existir en un espacio electrónico sostenido en sus manos, donde el nuevo proceso de enseñanza-aprendizaje conlleva enfrentar desafíos en la transformación y creación de entornos de innovación ética para abordar retos desconocidos.
Sin duda, la Inteligencia Artificial se ha integrado en nuestra vida cotidiana, permitiéndonos expandir nuestra imaginación hasta límites creativos antes inalcanzables, gracias a herramientas de aprendizaje diseñadas con una precisa adaptación tecnológica. Pero estas interacciones, en lugar de mostrarnos el futuro, nos han contenido en una esfera digital. Nos moldea, al igual que los dispositivos que llevamos en nuestros bolsillos, hacia una automatización del placer y una aceptación de la hiperestimulación que afecta críticamente el tejido social global, en dirección a una era digital que nos aprisiona.
Los seres humanos vivimos del y en el lenguaje, en la esencia de los nombres propios, tal como en el judaísmo, donde el nombre es la conexión espiritual de la palabra con la persona, y para los griegos, conocer el nombre era reconocer la esencia (arjé) de los objetos y las presencias que nos rodean, desde renacer en las lentas palabras que habitan un amor, hasta naufragar en el estruendoso vocabulario del dolor, donde Ludwig Wittgenstein vino a mostrarnos el final del camino, esa calle sin retorno de la imaginación: “el límite del lenguaje es el límite de mi mundo”.
Todo recuerdo es y será una historia por habitar, una residencia personal de sueños por definir, porque, como dice Irene Vallejo en El infinito en un junco, “Somos los únicos animales que fabulan, que ahuyentan la oscuridad con cuentos, que gracias a los relatos aprenden a convivir con el caos…”. Y para romper esta esfera digital, o quizá esta caverna de muros formados por un código de letras y números que llamamos presente, son las sombras proyectadas de una realidad que pasa ante nuestras manos, como caverna móvil, por medio de una IA que nos prefigura y condiciona. Será necesario recuperar la esencia de las cosas, de las palabras que hemos olvidado, abrir los ojos a la verdad en las últimas palabras escritas, y regresar a los lugares de la memoria, a esas historias donde fuimos felices. Debemos salir de la gruta en la que estuvimos prisioneros y dar nombre a la realidad que no espera.
*Docente catedrático del Departamento de Humanidades, División Preparatoria del Tecnológico de Monterrey Campus Obregón. Correo electrónico: ismaelserna@tec.mx
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