Mientras los titulares internacionales hablan de guerras, sanciones, alianzas estratégicas y disputas por el control de tecnologías del futuro, en Sonora seguimos lidiando con lo que parece más inmediato: el agua que escasea, la violencia que no cede, la inflación que carcome los bolsillos. Pero sería un error pensar que esos dos mundos —el global y el local— no están entrelazados. Hoy, más que nunca, la geopolítica no es un asunto de salones diplomáticos lejanos; es el viento que mueve los precios del trigo en el mercado de Cajeme, que decide si una maquiladora en San Luis Río Colorado recibe sus componentes a tiempo, o que determina si un joven hondureño se queda en Nogales o sigue su camino hacia el norte.
El orden internacional que conocimos tras la caída del Muro de Berlín se está desmoronando. Estados Unidos, aunque sigue siendo la potencia hegemónica, ya no puede imponer su voluntad sin contrapesos. China ha emergido no sólo como fábrica del mundo, sino como arquitecta de un nuevo sistema financiero, tecnológico y logístico que desafía abiertamente al modelo occidental. Rusia, herida pero no derrotada, utiliza la energía, la desinformación y la guerra híbrida para recuperar influencia. Mientras tanto, Europa se debate entre su ideal de paz y la necesidad de rearmarse, y el Sur Global —África, América Latina, Asia— busca espacios de autonomía en medio de esta nueva Guerra Fría disfrazada de competencia estratégica.
En este escenario, México —y particularmente el noroeste— no puede permitirse el lujo de la indiferencia. Nuestra región es puerta de entrada y salida, corredor logístico, tierra de producción agrícola e industrial. Sonora, con sus puertos, su cercanía a Arizona y su creciente infraestructura energética, está en el epicentro de los nuevos flujos económicos que buscan diversificar cadenas de suministro lejos de Asia. Pero esa oportunidad no se aprovecha con improvisación ni con discursos vacíos. Requiere planificación de Estado, inversión en capital humano, seguridad jurídica y, sobre todo, una visión de largo plazo que trascienda los ciclos electorales.
Sin embargo, seguimos atrapados en una lógica de corto plazo. Mientras el mundo discute sobre inteligencia artificial, semiconductores y transición energética, aquí seguimos peleando por definir si el litio es patrimonio nacional o si las energías limpias son una amenaza al modelo estatal. Mientras China invierte miles de millones en infraestructura en América Latina, nosotros discutimos si abrir o cerrar la puerta a la inversión extranjera sin una estrategia clara. Y mientras Estados Unidos busca aliados confiables para su 'nearshoring', nosotros enviamos señales contradictorias sobre el Estado de derecho y la seguridad.
No se trata de alinearnos ciegamente con ningún bloque. Se trata de entender que en un mundo multipolar, los países medianos como el nuestro solo tienen influencia si actúan con coherencia, previsibilidad y capacidad de negociación. Y eso comienza por fortalecer lo interno: nuestras instituciones, nuestra educación, nuestra capacidad para generar valor agregado. Porque la verdadera soberanía no se decreta; se construye con escuelas que formen ingenieros, con campos que produzcan alimentos, con ciudades seguras donde las familias puedan soñar sin miedo.
Desde Hermosillo, desde el desierto que conoce bien la resistencia, vemos con claridad que el mundo ya no es el mismo. Y que si no actuamos con lucidez, terminaremos siendo meros espectadores —o en peor escenario— de decisiones que otros toman por nosotros. La geopolítica ya no es ajena. Está en cada camión que cruza la frontera, en cada chip que se ensambla en una planta de exportación, en cada gota de agua que riega un campo de trigo. Y en esa intersección entre lo global y lo cotidiano, está también nuestra responsabilidad como sociedad.
Porque al final, no se trata solo de sobrevivir al caos del mundo, sino de construir, desde lo local, un futuro con dignidad, autonomía y esperanza. Esa es la verdadera política exterior que necesitamos: una que empiece en casa.
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