columna de opinión

Dios en la ecuación del riesgo de desastres

Columna de opinión de Jesús Guillermo Moreno Ríos

Dios en la ecuación del riesgo de desastres
Columna de Jesús Guillermo Moreno Ríos Foto: TRIBUNA

En protección civil aprendimos desde el inicio que el riesgo de un desastre no es un misterio ni un capricho del destino. Es una ecuación implacable: el riesgo se calcula multiplicando el peligro por la vulnerabilidad, dividido entre las capacidades que tengamos para resistir (R = P x V / C). Así mitigamos el impacto de terremotos, incendios o huracanes. Pero esa misma lógica —tan matemática, tan fría— también explica, si atendemos la violencia como un fenómeno perturbador, antropogénico y socio-organizativo, porque hoy nuestras calles sangran, nuestros hijos se pierden y nuestros hogares se tambalean. Comprenderlo es el primer paso para dejar de fingir sorpresa y empezar a construir verdadera resiliencia.

La gestión del riesgo, en una visión simplificada y práctica, tiene tres etapas clave: la prevención, que como padres nos corresponde priorizar; la atención de la emergencia, que es tarea urgente para las autoridades en medio del gravísimo problema que vivimos; y la continuidad, ese pilar que nos ayuda a construir resiliencia y a encontrar desde todos los frentes cómo seguir adelante.

El peligro siempre ha estado ahí: la maldad humana, latente, dispuesta a emerger. La vulnerabilidad somos nosotros, nuestras familias, nuestros hijos cada vez más fragmentados y solos. Las capacidades, ese reservorio de educación, valores, solidaridad y amor que antes sostenía a la comunidad, hoy aparecen debilitadas. Por eso el riesgo social se dispara.

Es matemática pura: cuando la maldad se combina con niños vulnerables, sin principios claros inculcados en casa —no en las aulas—, sin amor que los contenga ni Dios que ordene el alma, el riesgo alcanza niveles insostenibles.

Ninguna campaña gubernamental ni presupuesto millonario logra reparar lo que primero se fractura en el hogar, donde durante décadas sustituimos el compromiso por una permisividad cómoda, y esas costumbres, como dice la canción, terminaron convertidas en leyes.

Fernando Pliego documenta en 'Las familias en México', que en 1970, cuando el divorcio se legalizó, apenas rondaba el 5?por ciento; la violencia intrafamiliar era del 35?por ciento y los feminicidios se situaban en 2.7 por cada 100,000 mujeres. Para 1990 los divorcios ya duplicaban esa cifra y los feminicidios crecían silenciosos. En 2010, los divorcios alcanzaron el 20?por ciento y, aunque algunos indicadores mostraban una ligera baja en violencia, seguía siendo alarmante. Hoy, con un 25?por ciento de matrimonios que terminan, los feminicidios se han disparado un 135?por ciento en solo seis años. La matemática social no miente: cuando la familia se fragmenta, el riesgo social se multiplica. Nos vendieron la idea de que el divorcio solucionaría la violencia, sin entender que lo que suele fallar no es la unión misma, sino cómo se vive: sin respeto, sin responsabilidad.

Y que quede claro: donde hay agresión, cárcel sin titubeos; pero fuera de esos casos, el divorcio masivo dejó un vacío moral que hoy llenan algoritmos, influencers sin brújula y cantantes que desde el escenario glorifican el crimen o promoviendo el consumo de drogas “como buen hermosillense”.

¿De verdad creemos que esto surgió de la nada? ¿Que la violencia es un rayo que cayó al azar sobre una ciudad inocente? No nos engañemos. La violencia nace de miles de pequeñas renuncias: padres que eligieron el egoísmo antes que el sacrificio, madres que por cansancio o soledad bajaron la guardia, abuelas que aunque quieren ya no pueden, y gobiernos rebasados por su propia complicidad o indiferencia. Pero no carguemos toda la culpa en los gobernantes: no llegaron de Marte, son producto de la misma sociedad que los puso ahí.

Lo que no se enseña en casa termina explotando en la calle. Lo que no se cultiva con amor, disciplina, valores —y sí, con Dios— tarde o temprano se convierte en el reflejo más oscuro de nosotros mismos.

Así como después de un sismo reforzamos columnas para evitar el colapso, hoy urge reforzar nuestra base familiar: volver a hablar del bien y del mal sin miedo a parecer anticuados, volver a poner límites, enseñar respeto, dar ejemplo e invitar a Dios a la mesa. Porque al final, aunque suene 'mocho', es pura lógica: cuanto más Dios hay en el corazón de nuestras familias, menor el riesgo de colapso; cuanto menos, el desastre deja de ser una probabilidad para convertirse en una certeza.

Tres niñas asesinadas en Hermosillo no son un accidente ni un hecho aislado: son el grito desgarrador de un riesgo que hace tiempo dejó de ser una posibilidad para volverse rutina. Es algo que nos debe de poner a repensar, porque tan valiosas sus vidas como las de 49 angelitos que recordamos cada 5 de junio, todos víctimas de una mala gestión del riesgo.

Cada día alimentamos ese riesgo, casi sin darnos cuenta, al decidir cuánta ternura, cuánta presencia, cuántos valores y cuánta luz dejamos entrar a nuestro hogar. Por eso no sorprende que México viva sus horas más negras: mujeres asesinadas solo por serlo, niños que aplauden el crimen como destino, ciudades que se desangran. Porque cuando el bien está ausente, el riesgo deja de ser un simple cálculo… y se convierte en tragedia.

Mtro. Jesús Guillermo Moreno Ríos

Ingeniero civil, académico, editor, especialista en protección civil, seguros y derechos humanos. Promotor de la Salud Masculina, del Cubo de Resiliencia y del Bambú.

guillermo.moreno@consejoincide.org

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