La historia social se mueve como un péndulo. Durante siglos, los extremos han marcado el rumbo de los pueblos: del abuso al hartazgo, de la opresión a la rebeldía, del silencio a la protesta. Así se han logrado conquistas importantes: derechos civiles, igualdad ante la ley, espacios de respeto para quienes antes eran marginados. Nadie con un mínimo de conciencia podría negar que esos avances han sido necesarios y justos.
Pero todo péndulo que va demasiado lejos corre el riesgo de convertirse en caricatura de sí mismo. Lo que empezó como una exigencia legítima de respeto y dignidad se ha transformado en un escenario de exageraciones, imposiciones y absurdos. Hoy parece que hemos pasado del péndulo del abuso al péndulo del absurdo.
De la justicia al absurdo
No hablamos de rechazar a nadie. Cada persona tiene derecho a vivir conforme a su conciencia, a tomar decisiones sobre su vida, a ser respetada en su dignidad. Ese principio es incuestionable. Pero lo que observamos en la actualidad ya no es la defensa de los derechos básicos, sino la imposición de una ideología que pretende que todos, sin excepción, la aceptemos, la aplaudamos y la promovamos, aunque vaya en contra de la razón y del sentido común.
Un ejemplo evidente se dio en el Metro de la Ciudad de México: una policía fue sancionada por impedir que una persona trans ingresara en un vagón exclusivo para mujeres y niñas. ¿En qué momento se dejó de proteger a las más vulnerables para someterlas a caprichos ideológicos? Otro caso son los deportes: mujeres obligadas a competir contra hombres biológicos que se autodefinen como mujeres, alterando la justicia deportiva y desconociendo la diferencia natural entre sexos. Y de los perros mejor ni hablamos, que si bien es cierto ningún animal debe de ser maltratado, pero de eso a tener más derechos que los humanos, es un exceso.
Y en lo cotidiano, millones de padres de familia se sienten presionados a aceptar que en las escuelas se enseñen ideologías confusas a niños que apenas comienzan a formar su identidad. Se les presenta lo extraño como deseable, lo pasajero como definitivo, y lo polémico como incuestionable.
Respeto no es sumisión
No se trata de negar derechos. Nadie debería maltratar ni humillar a una persona trans ni a ninguna otra. Pero respetar no es lo mismo que someterse. Tolerar no es lo mismo que celebrar. Y aceptar la diversidad no significa borrar las bases de la sociedad: la familia, la complementariedad entre hombre y mujer, la educación de los hijos en valores sólidos.
Como decía mi abuela, "cada quien hace de su vida un papalote". Que cada quien viva como decida, pero sin imponer su forma de vivir al resto. La libertad personal termina donde comienza la libertad del otro, y el respeto mutuo solo es posible si ninguna parte obliga a la otra a rendirse ante su visión del mundo.
El riesgo del péndulo
Estamos en un punto peligroso: lo que alguna vez fue una lucha justa ahora amenaza con volverse privilegio, y lo que fue legítima defensa de derechos se convierte en imposición absurda. El péndulo se ha movido tanto que ya no equilibra, sino que golpea con fuerza del otro lado.
El riesgo es evidente: una sociedad que sustituye el sentido común por la corrección política termina debilitando su propia cohesión. Al minimizar la figura del varón, ridiculizar la familia tradicional o censurar a quienes piensan distinto, se destruyen los pilares que sostienen la vida social. Y cuando esos pilares se derrumban, lo que viene no es progreso, sino confusión.
Hacia el equilibrio
No necesitamos volver atrás ni negar la dignidad de nadie. Pero tampoco podemos permitir que la exageración se convierta en regla. La salida no está en elegir un extremo, sino en recuperar el equilibrio. Un equilibrio que ponga límites claros a los abusos, que defienda a los niños de ideologías forzadas, que reconozca diferencias sin imponer uniformidades, y que vuelva a darle valor al sentido común.
El péndulo social siempre se moverá. Lo que nos corresponde como ciudadanos es aprender a detenerlo en el centro: donde la justicia no sea privilegio, donde el respeto no sea sometimiento, y donde la libertad no sea pretexto para imponer absurdos.
Hoy, más que nunca, necesitamos despertar de este letargo. No es cuestión de ideología, sino de cordura. No se trata de ser 'mochos' ni de negar el progreso, sino de rescatar lo que nos hace humanos: el respeto verdadero, la familia, la razón, y la capacidad de convivir sin que nadie imponga sus excesos como si fueran verdad absoluta.
No se trata de regresar al pasado ni de negar la dignidad de nadie. Tampoco de caer en fanatismos ni moralismos. Se trata de encontrar un equilibrio sano, donde haya igualdad sin borrosidad, respeto sin imposición, derechos sin abusos.
Porque una sociedad que sustituye el sentido común por la estupidez corre el riesgo de destruir los valores que le han dado cohesión. Y tarde o temprano, el péndulo volverá a moverse: la pregunta es si tendremos la madurez suficiente para que lo haga hacia el equilibrio, y no hacia un nuevo extremo.