Altar, Sonora.- Ubicado en medio de la nada, entre páramos desérticos y clima extremo, Altar fue el ejemplo de cómo los sonorenses plantan cara a las adversidades y convierten lo negativo en positivo.
Durante años, la pequeña ciudad de 9 mil 492 habitantes fue ejemplo de desarrollo en ganadería y agricultura, paso obligado para muchas de las exportaciones de alimentos desde el centro del estado hasta la frontera.
Pero hoy, ya no es el trigo o la vid lo que le pone en el mapa: en los últimos quince años Altar ha sido controlada por el crimen organizado, que la tiene en alta consideración por su ubicación geográfica privilegiada.
Lejos de las grandes urbes, pero cercana a la franja fronteriza, la ciudad garantiza a los criminales mantenerse lejos de las autoridades, además del acceso a dos rutas fundamentales que son hacia Sásabe (la última población antes de Arizona), y la otra rumbo a Nogales, una de las aduanas más porosas del país.
A Sásabe (a sólo 96 kilómetros) acceden mediante carreteras interejidales, muchas de ellas de terracería que carecen de cualquier tipo de vigilancia, mientras que a Nogales lo hacen por la carretera 43, esa que difícilmente se puede recorrer con normalidad tras caer la noche.
Tales condiciones dieron paso a uno de los grandes negocios criminales: el tráfico de personas, el cual convirtió a Altar en el epicentro migrante del noroeste nacional. Y ya no sólo de centroamericanos o venezolanos desesperados por cruzar a Estados Unidos, sino también ya de asiáticos, africanos y europeos del este.
De acuerdo con el Centro Comunitario de Atención al Migrante y Necesitado (Ccamyn), hasta 30 mil migrantes pasan anualmente por el municipio, el equivalente a tres veces la población local, que ve cómo el fenómeno arrasa con todo lo que se conoció en el pasado.
- Operación criminal
El ciudadano lo sabe, y aunque no lo asimila, debe acostumbrarse pues su vida está en juego. El crimen organizado es el rey en Altar y zonas aledañas, las entradas, las salidas, el desierto y hasta las conciencias le pertenecen.
Los términos y las reglas los ponen ellos y no hay autoridad que mueva un dedo para cambiar la situación, al menos así lo consideran los ciudadanos consultados por este medio, los cuales viven subyugados por las bandas.
No hay comercio que no deba pagar “piso”, no hay ciudadano que no deba cuadrarse a los toques de queda o a las reglas implícitas de una ciudad con el crimen metido hasta su médula.
El sacerdote Prisciliano Peraza García, director del Ccamyn, precisa a TRIBUNA que todo terminó de torcerse para la población cuando los delincuentes “se dieron cuenta que la migración les iba a dejar más ganancias que otro tipo de mercado ilícito por la cantidad enorme que pasa por aquí”; cálculos del centro revelan que el crimen se embolsa un promedio de tres millones de dólares mensuales con esta actividad.
Entre más pagas, más cerca te dejan de tu destino y al que no le alcanza, simplemente lo dejan ahí; un viaje que costaba entre tres y cinco mil dólares, actualmente llega a valer entre siete y diez mil, incluso más”, explica Peraza.
La logística criminal es sofisticada: los migrantes llegan en autobús a Hermosillo desde el sur de México, lo hacen disfrazados de jornaleros que buscan trabajo en los campos agrícolas sonorenses, mientras otros arriban desde la costa tras desabordar en Mazatlán o Guaymas.
Ya en suelo sonorense se trasladan hacia Altar protegidos por el crimen en otros autobuses que transitan sin problema por las carreteras: la autoridad migratoria y federal les ignora, olvido patrocinado por la corrupción sistémica.
En el pequeño poblado, afirman los ciudadanos entrevistados, los migrantes pueden pasar hasta tres semanas vagando, algo que, absurdamente, beneficia a la economía local.
- Dinero que circula
En Altar nadie habla, ni siquiera la autoridad; todos los involucrados en el ecosistema local dependen del crimen, el ritmo lo pone la amenaza del narcotráfico y la comunidad baila.
Es simple, Altar vive de una economía migratoria. Los abarrotes, hostales y comercio giran su oferta sobre las necesidades de los viajeros.
Mayra Bustamante, administradora de Ccamyn, tiene censadas casi cien casas de huéspedes y 17 hoteles, que aún así son insuficientes para poner un techo encima de las cabezas de los migrantes.
Los vecinos optan por construir cuartos o improvisar espacios en sus patios y cocheras para rentarlos a los viajantes, no les importa que el crimen organizado les exija una tajada del negocio, ni que en términos llanos formen parte del drama.
“Sí la economía se disparó por el fenómeno de la migración, pero, ¿a qué costo?, tenemos una economía sangrienta, todos abusamos de todos, nos estamos matando entre nosotros mismos, las cosas valen el triple o más”, dice Peraza con desánimo.
Una mochila que tiene un costo normal de 100 pesos, aquí en los puestecitos te la venden a casi 400… tenemos que cambiar esa esclavitud moderna”, añade.
Los negocios locales han virado su oferta el tema migrante: las farmacias se centran en productos de curación, bloqueadores solares y pastillas energizantes, mientras que los comercios, formales y ambulantes, venden ropa, mochilas, gorras y tambos para agua, todo en tonos negros u opacos que ayuden a evitar a la Border Patrol.
Entretanto, por las calles de Altar los migrantes circulan como fantasmas, como ciudadanos de un mundo que los expulsó de sus hogares y los colocó en un punto del desierto en donde no hay nadie que vea por ellos e impida que la tragedia siga su crecimiento exponencial.
Fuente: Tribuna