Las matamos, insultamos, acosamos, acusamos, presionamos, vejamos y minimizamos; las convertimos no sólo en víctimas, sino en el más claro ejemplo del mundo inequitativo en que vivimos.
Las mujeres en México viven una realidad que supera los peores augurios que llegaron a tenerse décadas atrás, cuando se avisaba que el falocentrismo se empeñaba en imponer su agenda con sumo rigor.
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Durante los gobiernos del PRI y el PAN, las mujeres notaron cómo el sistema les presionaba y atacaba por todos los frentes.
Inseguridad, brecha salarial, inequidad, falta de justicia social y académica, entre otros, formaron la herencia de gobiernos que no tuvieron políticas reales para atenderlas.
En 2018, justificadamente hartas al ver muerte, desigualdad e intentos masivos de degradación, muchas de ellas creyeron que un movimiento partidista que se autodenominó de izquierda, que portó banderas que hablaban de justicia, equidad, igualdad y hacer legales el ejercicio de algunos derechos, era la solución.
Para tristeza y rabia generalizada, resultó peor que los anteriores. Porque ha hecho que las marchas, las consignas, las exigencias, el llanto, la injusticia y la tragedia que viven las mujeres día a día, se trate de él.
Ha querido el presidente López Obrador poner a todas las mujeres que reclaman un país igualitario en el saco de sus enemigos, de sus rivales, de quienes lo quieren ver caer.
No le interesan las mujeres víctimas de un modelo social y de un pacto político patriarcal que sólo apela por el beneficio de hombres, de los suyos al menos; las cree tan tontas y manipulables que no les da ni el beneficio de la duda.
Lo que no entiende es que son ellas las que, de a poco, le dan sentido a un cambio de poderes y que lo empujan a dos cosas: sacar lo peor de su régimen y reconocer que perdió la batalla de los símbolos.
Que son ellas las que controlan el mensaje con su activismo, con su ánimo de que no todo está perdido pese a su presencia en la silla presidencial.
@cmtovar