La democracia exige contrapesos, necesita al menos a dos competidores, a un par de elementos que propongan, señalen y analicen para, a partir de ahí, quien ejerce el poder tome mejores decisiones.
La vigilancia de la oposición es tan sana como natural en modelos políticos maduros: el ojo del ajeno permite escudriñar en la gestión del gobierno y fomentar la participación de la sociedad en el debate público.
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Lamentablemente, en México y en Sonora esto no ocurre.
Salvo excepciones, quienes opositan suelen carecer de calidad moral o de peso específico real, lo que evita que surjan verdaderos liderazgos sociales o incluso partidistas que encabecen los esfuerzos de un cambio político y gubernamental.
Esto llega al grado de que el presidente y sus gobernadores se ven “obligados” a crear a sus propios enemigos o rivales, a generar un mundo alterno en donde la oposición los acosa y anhela derrocarlos.
Y tiene sentido. El gobernante, para poder encontrar justificaciones a sus fallas, para refugiarse en la excusa ante su fracaso o incapacidad, requiere responsabilizar a alguien.
También necesita, de paso, presentar a estos “rivales” como los que amenazan tanto su cargo como a las palabras románticas: democracia, justicia, economía, igualdad, etcétera.
El drama para la sociedad es que lo que queda se reduce a un monólogo de ideas, propuestas, ataques y señalamientos, en una sala en la que no hay eco, ni puntos de vista diferentes.
La oposición en México se ha difuminado y no ha encontrado el camino que la lleve a resistir, a convertirse en una verdadera opción política, en buena medida, hay que decirlo, por su incapacidad de reinventarse y ofrecer una alternativa viable.
Muchos mexicanos están huérfanos de una opción política y ello sólo abona a potenciar a los autócratas .
@cmtovar