El 27 de febrero de 2020 se registró el primer caso por COVID 19 en nuestro país, y con ello, se echaron a andar, por parte de las autoridades mexicanas, los mecanismos de seguimiento y alertas epidemiológicas, respectivas. Más allá de si son o no equivocadas las estrategias de atención, contención y prevención de la pandemia, en estas líneas quisiera referirme a uno de los grupos sociales que han sido históricamente olvidados de las autoridades, y en cierta medida, también de la población. Me refiero a los/as jornaleros/as agrícolas que no solo son los que producen gran parte de los alimentos que ingerimos diariamente sino, además, son factor clave para elevar las ganancias de la agroindustria mexicana. Ellos y ellas proporcionan el sustento diario a sus familias, que incluso, algunos de sus integrantes tienen que trabajar ante la dificultad económica que viven a diario.
Con número alegres tanto autoridades gubernamentales como el sector agroindustrial presumen que este tiempo de pandemia no cayó la productividad sino al contrario, se elevó sensiblemente. Más allá de una guerra de cifras, la agudización de los viejos problemas y actuales circunstancias han pesado en miles de familias jornaleras a lo largo y ancho del territorio mexicano. Desde desplazamientos masivos en la montaña de Guerrero por la agudización de las zonas expulsoras, pasando por las olas de violencia en las zonas agrícolas de Sinaloa y Sonora, hasta las incesantes y sistemáticas violaciones a los derechos humanos y laborales en la mayoría de los centros de trabajo agroexportador.
La pandemia por COVID 19, y su virus causante, el SARS COV 2, son parte de los desastres que ha experimentado la humanidad desde que se tiene registro, y en dicho sentido existen efectos inevitables. No obstante, la magnitud y los impactos diferenciales en distintos sectores de la población sí se pueden mitigar. El caso de los/as trabajadores/as del campo podemos decir que los impactos de la pandemia se potencializas más que en otros grupos sociales porque las condiciones de vulnerabilidad están dadas por tres elementos principales. En primer lugar, en época de la llamada 4T, siguen persistiendo la falta de acceso a los servicios de salud gratuitos y públicos; en algunos casos, se acuden a servicios privados lo cual produce mayor gasto de sus ingresos. En segundo lugar, la precarización laboral, especialmente el inestable mercado de trabajo agrícola en el cual hay períodos de desempleo, y junto con ello, los informales contratos laborales producen, a su vez, ausencias en la cobertura de la seguridad social. Finalmente, el entorno social que caracteriza a regiones tanto receptoras como expulsora de población migrante y asentada favorece a que los efectos de la pandemia sean agudos; la delincuencia común y organizada, los servicios públicos ineficientes, la contaminación ambiental, son solo algunos de los elementos que agravan el afrontamiento de la pandemia.
Se requiere impulsar políticas de salud focalizada en la población jornalera pues existen un sinfín de desventajas sociales que les hacen ser blanco fácil de cualquier enfermedad, especialmente del SAR´s COV 2. Las dimensiones de las viviendas y cuarterías (conjunto de cuartos de renta) no permiten con facilidad aislar a una persona enferma, el acceso al agua en ocasiones es irregular o de mala calidad, y la atención médica suele ser difícil e ineficiente, por mencionar solo algunos.
Es menester que la política de cobertura universal respecto a la vacunación para el Covid 19 sea efectiva. Ciertamente la universalidad es por demás un atino de la actual administración federal, sin embargo, es importante hacer tiros más precisos e incluir como grupo prioritario a las personas jornaleras de la llamada “tercera edad”. La movilidad implica desplazamientos masivos que vuelve complicado ubicarlos y ubicarlas en sus lugares de origen, especialmente a los adultos mayores. Según Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo de 2020, por lo menos 206, 253 personas adultas mayores son parte de la fuerza de trabajo jornalera, y casi 23 mil personas tienen al menos 75 años; si no se prioriza este sector, seguirán exponiéndose a un riesgo de contagio evitable ahora que las vacunas ya están arribando a nuestro país con mayor frecuencia.
Los desafíos que nos plantea la pandemia por el SARS-CoV 2 son inmensos, no solo por las mismas características de la enfermedad (alta letalidad y contagio así también síntomas agudos y graves) sino además porque nos acompañan como sociedad otros de similar envergadura. Las transformaciones ambientales globales, la violencia social persistente junto con el crimen organizado, las desigualdades sociales por demás ominosas y la crisis económica, recrudecen el contexto actual de la pandemia que sacudió a la mayoría de los países en el mundo.
Ante el inicio de la vacunación en población adulta mayor, hace algunas semanas le llovieron críticas al gobierno federal por priorizar los municipios más alejados y con poca infraestructura de salud, pero con poca relevancia epidemiológica. Algunos lo vieron como una decisión política y otros lo interpretamos como una decisión de justicia social; pues bien, con todo, aún está pendiente la deuda histórica con los migrantes, con las personas jornaleras, para mitigar los efectos perniciosos de la pandemia y las múltiples condiciones de desventaja social.