En las últimas cuatro décadas, México ha carecido de movimientos sociales que muestren indignación, de forma firme y sostenida, por los problemas y afrentas hacia la población. Ésta dura poco entre la comunidad, resignada a que, históricamente, nada cambia.
Dicha laguna permitió que políticos se autodenominaran “líderes sociales” e hicieran de la movilización ciudadana su monopolio: sus causas, pregonaban, eran las de todos; huelga decir que encontraron, ante la exasperación, mucho eco.
La rabia contenida es virulenta y, cual hidra, se agarra de donde pueda, aunque el líder resulte al final un pragmático que toma cualquier bandera que le garantice popularidad y músculo en las calles, para luego arrojarla a la hoguera a la primera de cambio.
Porque, ya en el poder, este político no permitirá que aquello que lo encumbró se vuelva en su contra. Buscará siempre desarticular cualquier tipo de manifestación, de movimiento, de unión social, pues, como buen dogmático, sólo él puede decir qué exigencias valen y cuáles no.
Y como muchas veces no es viable hacer uso de la fuerza, pues entonces sí quedará claro que dentro del político en cuestión habita un sátrapa autoritario, recurre a la actitud pueril.
Alejándose del argumento, opta por la descalificación, por adjetivar negativamente y con ligereza a los rivales; esto le permite llegar a su lugar común y seguro: la victimización.
Pocas cosas más poderosas para el sofista que victimizarse ante la cruda realidad. En este camino, todos están en su contra, frenan sus intentos por alcanzar los objetivos y boicotean todo lo que sueña, anhela y desea. Son malos con él por deporte, piensa, seguro de no merecer tales atrocidades.
Victimizarse le asegura sumar adeptos que le defiendan, que se pongan de su lado sin más argumento de que quienes salen a la calle son dañinos per se; reconociendo que basta un cerillo para encender el bidón de gasolina que suele ser la sociedad, alimenta el radicalismo y la tensión ciudadana sin importarle las consecuencias.
Por ejemplo está el habitante de Palacio Nacional, quien no comprende cómo la oposición y buena parte de las organizaciones civiles están en contra de su reforma electoral, por lo que le es fácil llamar rateros, clasistas, racistas, hipócritas a los que pretenden marchar en defensa del Instituto Nacional Electoral.
El dedo flamígero apunta con rapidez hacia los rivales, les descalifica con rabia, sin darse cuenta que la falange, tarde o temprano, termina apuntando hacia sí mismo.
@cmtovar