El presidente está rebasado. Su enojo lo manifiesta a través de amenazas, de acusaciones sin fundamento y, más grave, pisoteando los derechos de algunos ciudadanos.
Ya no se le ve cómodo al enfrentarse a los medios, a pesar del arropo de las hordas en las redes sociales, que cada día tienen más complicada su tarea de justificar sus desplantes.
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Curiosamente, no fue la oposición, débil hasta los huesos, ni la pandemia, ni la economía endeble, lo que le dejó fuera de lugar.
No.
Fue su hijo mayor el responsable de que hoy se sienta tan a disgusto con el ambiente que le rodea, debido a que dejó controlar la agenda pública.
Se sabe que si algo le gusta a López Obrador es adueñarse de las líneas discursivas con que se debaten los aconteceres del país; así ha pasado tres años.
En ese tiempo, el mandatario pudo terminar de construir su personaje: un hombre intachable, incorruptible, democrático y transparente, el cual gesta desde hace veinte años.
Nadie podría imaginar que la actividad de su hijo José Ramón vendría a desenmascarar una verdad tan grande como el ego del presidente: México se encuentra en manos de otra camarilla, ahora pintada de guinda.
Con esa aureola de político purificado, López Obrador no sólo arrasó en las urnas, sino que realmente encendió la esperanza de que otro país era posible.
Tras conocerse que el junior vive de trabajar en una empresa cuyo dueño es un empresario cercano a su padre, que su casa perteneció a un importante ejecutivo petrolero, que no existen vestigios de su vida laboral, que no hay cómo justificar su súbita vida acomodada, AMLO sufrió un golpe incontestable.
Porque no se trata de que su presidencia acabe, el asunto versa con la pérdida de credibilidad, de que los hechos lo sitúan no como el comandante de la transformación del país, sino como uno más de los políticos que perdieron la cabeza por el poder.
Una pena por donde se le vea.
@cmtovar