Desde sus años verdes en Tabasco, ahí donde era un recalcitrante priista, Andrés Manuel López Obrador demostró ser un amante de los símbolos y de las formas, con y sin fondo.
Así, construyó su carrera política enarbolando ideas, conceptos y una ideología que solía chocar con lo común, que le destacaba como el rebelde, como el creador de ideas.
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Fue adueñándose de una retórica particular, atreviéndose a tratar conceptos, páramos discursivos, de los que otros rehuían.
Con los años se convirtió en el líder natural de la oposición a un sistema vetusto, arcaico y, como sabemos, que lastimó al país hasta dejarlo al borde del abismo.
Para entonces, López Obrador esperó su momento para ser candidato a la presidencia y, después, para ganarla. Nadie le puede negar su constancia.
Ya en la silla que tanto anheló, sonriente, comenzó a definir sus símbolos, sus conceptos: austeridad, honestidad y democracia.
El problema fue que en el desgaste del tiempo las cosas comenzaron a torcérsele y hoy, desconocido, no sabe a qué otras figuras retóricas agarrarse.
Que el hijo viva en opulencia, que se conozcan los actos de corrupción de sus compañeros de partido, o de otros familiares, al tiempo de mostrar su cara más autoritaria al señalar a la prensa, le han restado no sólo popularidad, sino confianza.
Y es precisamente la confianza ciudadana lo que lo encumbró al mostrarse como “el diferente”; al disminuirla, la capacidad de influir de López Obrador se pierde.
Que durante el último mes no pudiera controlar la agenda pública, que se vea rebasado por las circunstancias, reflejan un temprano desgaste.
Bien haría el presidente en entender que ya no hay símbolos a los cuáles agarrarse, que gobernar y cumplir sus principios auto impuestos es lo que le queda… y lo único que necesita el país de su parte.
@cmtovar