Lo que en los sesentas fueron la mariguana y la heroína, luego la cocaína colombiana traficada por mexicanos, hoy lo hace el fentanilo.
Estados Unidos sufre una epidemia de adictos a una droga que cumple cabalmente con los tres requisitos con los que sueñan los traficantes: es brutalmente adictiva, se trafica con facilidad debido a su tamaño y tiene un mercado creciente.
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Medios norteamericanos reportan que no existía una crisis de salud tan grande desde la explosión del VIH: el fentanilo suma a cientos de adictos diariamente y hay zonas del país vecino donde los hospitales no se dan abasto para atender a los pacientes.
El fentanilo puede ser 100 veces más potentes que la morfina. Así de grave.
Y más grave aún es que la ruta predilecta de las mafias asiáticas, que son las que envían los precursores químicos para elaborar la droga, sea Sonora.
Aquí, en medio de los páramos desolados, entre las montañas, en los valles escondidos, se cocina la droga que alimenta al monstruo norteamericano.
Y aquí queda la sangre, los resabios de un frenesí de consumo de opiáceos que se transforma poco a poco en una pandemia.
Poco se habla entre las autoridades federales y estatales de este grave problema, tal vez porque desde ya se saben incapaces de frenarlo; porque no se enfrentan al crimen, sino a un mercado que demanda la droga, pasando por quien sea necesario, sin importar otra cosa.
Lo dramático está en que mientras ese mercado cobra y cobra fuerza, la autoridad se entretiene planteando más y más mesas de seguridad: les encanta la forma, pero no el fondo. Son gobernantes y funcionarios amantes de la parafernalia, pero poco adeptos al resultado.
Mientras ellos se sientan, dialogan sobre los lugares comunes y fotografían el momento, el crimen y la muerte, controlan y ríen.
@cmtovar