Educación

El deslumbramiento de la intemperie: "Nombrando las sombras III"

Hoy escribe José Ismael Serna Hernández

El deslumbramiento de la intemperie: "Nombrando las sombras III"
José Ismael Serna, columnista Foto: Cortesía

Salir de la caverna nunca fue un acto glorioso. El mito nos lo dijo, pero lo olvidamos: la luz duele. Después de tanto tiempo mirando sombras, el resplandor no ilumina, ciega. Afuera no hay certezas, solo un espacio líquido donde las formas cambian antes de poder ser nombradas. Y sin embargo, aquí estamos, arrojados a una claridad que no promete sentido, sino movimiento.

En esta intemperie moderna, Zygmunt Bauman se asoma como un faro que apenas titila en medio del flujo. Su idea de modernidad líquida no solo describe una época: es la textura misma del aire que respiramos. Las antiguas seguridades se han disuelto; la familia, el trabajo, la fe, el amor —todo lo que alguna vez fue sólido— se ha vuelto espuma. Vivimos en la era de la reinvención perpetua, donde ser es un verbo provisional.

Pero lo más doloroso no es la inestabilidad, sino el espejismo de la felicidad. Hemos salido de la caverna buscando la verdad, y nos hemos encontrado con vitrinas. La luz que creíamos liberadora se refracta en pantallas, y allí nos miramos como quien busca confirmarse en un reflejo ajeno. "Sea cual sea tu rol —decía Bauman—, las ideas de felicidad acaban en una tienda". La cueva ha mutado en centro comercial: seguimos encadenados, solo que ahora los grilletes brillan.

En este afuera, la libertad se confunde con la elección. Elegimos marcas, destinos, versiones de nosotros mismos. Compramos emociones empaquetadas, sensaciones instantáneas. Nos persuaden de que la plenitud se descarga, de que la identidad se actualiza con cada clic. Pero la luz que prometía verdad se ha vuelto deslumbramiento, y en ese exceso de claridad ya no distinguimos el rostro del otro ni el nuestro.

Y aquí, en medio de esta confusión brillante, la educación —esa antigua llama que Platón encendió en la caverna— se vuelve más necesaria que nunca. Enseñar hoy es un acto de resistencia frente a la prisa. Educar, en tiempos líquidos, no consiste en transmitir información, sino en formar conciencia, en enseñar a detenerse, a pensar, a mirar el mundo con lentitud. Los estudiantes viven sumergidos en el flujo de lo inmediato; nosotros, los docentes, intentamos ofrecerles un lugar donde el tiempo recupere su peso.

En las aulas del siglo XXI —virtuales, híbridas, fragmentadas— seguimos intentando lo mismo que el filósofo griego: ayudar a que alguien vea más allá de las sombras. Pero la tarea es más ardua, porque las sombras ahora se mueven, hablan, responden, prometen felicidad en alta resolución. Formar seres humanos en este contexto implica invitarlos a dudar del brillo, a encontrar en el conocimiento no una mercancía, sino un camino interior.

La sociedad líquida —diría Bauman— ha olvidado las formas intangibles de la felicidad: la conversación lenta, la contemplación, el aprendizaje sin prisa, la comunidad. La neurociencia lo constata: el cerebro reacciona con placer cuando ayudamos, cuando cantamos, cuando jugamos o meditamos; sin embargo, la prisa nos niega esas posibilidades. Hemos salido de la caverna para volver a encarcelarnos, esta vez en la ansiedad de la productividad y del deseo.

Afuera, el aire es hermoso y cruel. La luz del conocimiento no perdona; revela la soledad, la fragilidad, el desconcierto de quien comprende demasiado tarde que la libertad no garantiza la felicidad. Y sin embargo, hay redención en esta claridad insoportable. Si algo puede salvarnos, no será el consumo ni la tecnología, sino el regreso a lo esencial: el nombre, la palabra, el gesto, el aprendizaje compartido.

Nombrar vuelve a ser un acto de resistencia. Enseñar, también. En el afuera líquido, donde todo se escapa, el lenguaje fija una orilla. La felicidad no está en el objeto que adquirimos, sino en la historia que compartimos, en la memoria que nos devuelve al origen. Tal vez no podamos regresar a la caverna, pero podemos reconstruir el fuego.

La salida, comprendemos al fin, no era hacia la luz: era hacia nosotros mismos. Y educar, en este tiempo líquido, es encender esa llama una y otra vez, hasta que alguien, al mirar su sombra, decida caminar hacia la claridad.

 

 

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