Hay escritores que deberían quedarse donde están: en el rumor discreto de las páginas, en la respiración de los lectores que los leen sin necesidad de banderas. Haruki Murakami pertenece a ese territorio secreto. No necesita un premio para existir; ya es una geografía. Y, sin embargo, cada octubre, cuando la Academia Sueca se asoma a su balcón y el mundo literario contiene la respiración, surge el mismo deseo en voz baja: que no lo gane. No todavía. O mejor: nunca.
No porque no lo merezca, sino porque el Nobel lo haría demasiado visible. Y hay escritores —como ciertos gatos que atraviesan sus novelas— que sólo pueden ser comprendidos en la penumbra. Si Murakami ganara el Nobel, lo perderíamos. Dejaría de ser ese autor que acompaña los insomnios, las caminatas largas, las preguntas que no tienen respuesta. Se volvería un fenómeno global, una mercancía de consumo emocional. Y lo que los lectores de Murakami amamos es precisamente lo contrario: la soledad compartida que no se puede empaquetar.
En Bartleby y compañía, Enrique Vila-Matas escribió sobre aquellos escritores que eligen no escribir o que desaparecen del canon por voluntad propia. Bartleby, el personaje de Melville, prefería no hacerlo. Vila-Matas convirtió esa negativa en una poética de la resistencia. Tal vez Murakami, con su aparente sencillez, encarne esa misma paradoja: un escritor que dice mucho sin decirlo todo, que habita el umbral entre el ruido del mundo y la voz interior. Si el Nobel es la consagración institucional, Murakami representa su antídoto: la literatura como espacio de fuga.
El canon, al fin y al cabo, no se decreta. Se construye en el tiempo, en la persistencia de la lectura. Los premios, en cambio, son gestos efímeros: celebran una obra y la convierten, por un instante, en espectáculo. Los últimos ganadores del Nobel de Literatura lo demuestran.
En 2024, la escritora surcoreana Han Kang recibió el premio "por su prosa intensamente poética que afronta traumas históricos y revela la fragilidad de la vida humana". Su novela La vegetariana y su exploración del dolor colectivo de la masacre de Gwangju la colocan dentro de una tradición de la memoria y la vulnerabilidad. Su literatura es el cuerpo como campo de batalla y redención, la palabra como cicatriz.
Un año después, en 2025, el galardón fue para László Krasznahorkai, ese húngaro de frases interminables que camina entre el apocalipsis y la fe en el arte. Su obra es un viaje por la ruina y la persistencia, por el lenguaje como resistencia al colapso. En ambos casos, el Nobel ha premiado la densidad, el trauma histórico, la oscuridad institucionalizable: la literatura que puede sostener un discurso moral y crítico a la vez.
Murakami, en cambio, vive de la ambigüedad. No es europeo, pero tampoco exótico; no es experimental, pero tampoco complaciente. Su literatura es un espejo que refleja lo indecible: el amor, la pérdida, la espera. Lo leemos porque en él se filtra el ruido del jazz y la lluvia de Tokio; porque sus personajes parecen buscar la salida de un sueño que se confunde con la realidad. Si lo tocara el Nobel, algo se rompería. Sería como si el misterio fuera domesticado, como si el pozo quedara iluminado por luces de museo.
Y hay algo más. Vivimos una época que censura a los verdaderos clásicos mientras consagra a los escritores de moda. En algunas escuelas públicas de Estados Unidos, obras como Cien años de soledad de García Márquez han sido retiradas de los programas escolares bajo el argumento de contener material "inapropiado". Es irónico: mientras se silencia a los autores que nos enseñaron a imaginar sin miedo, se celebra la corrección política como si fuera un mérito literario. En ese contexto, el Nobel se ha convertido, a veces, en una forma de diplomacia cultural más que en un reconocimiento del riesgo artístico.
La controversia reciente en México con Paco Ignacio Taibo II, director del Fondo de Cultura Económica, revela esa misma tensión. Tras declarar que un "poemario horriblemente malo escrito por una mujer no debía enviarse a salas comunitarias sólo por haber sido escrito por una mujer", desató una ola de críticas que trascendió el feminismo y llegó al corazón del debate literario: ¿quién decide qué merece circular y qué no? La frase, además de desafortunada, expuso la frontera porosa entre la institucionalidad y el juicio personal. Si las estructuras culturales pueden volverse tan autorreferenciales, ¿qué haría el Nobel con un autor como Murakami, cuya fuerza radica precisamente en la disidencia silenciosa?
El caso Taibo II es un espejo de lo que podría ocurrir si Murakami se convierte en institución: la visibilidad podría diluir su misterio, su libertad interior, su relación íntima con los lectores. La literatura no debería depender de ministerios ni de academias, sino del temblor que produce en quien la lee. Por eso el deseo de que Murakami no gane el Nobel no es una negación, sino una forma de amor.
Hay escritores que necesitan el Nobel para ser leídos. Murakami no. Su legado no dependerá de una ceremonia en Estocolmo, sino de la manera en que sus libros siguen encontrando lectores que se sienten menos solos. Como escribió Vila-Matas, algunos autores prefieren no ser parte del ruido: "Escribir es oír el silencio que hay detrás de las palabras".
Si algún día le dan el Nobel, será justo, pero también será una pérdida. Porque el premio no mide el valor de una obra, sino su aceptación. Y Murakami, como Bartleby, quizá preferiría no hacerlo: no subir al escenario, no dejarse iluminar, no dejar que la multitud lo reclame.
Ojalá Murakami siga perteneciendo al rumor, no al aplauso. Que su literatura permanezca en ese estado de suspensión que precede a la música. Que no gane el Nobel, por favor. No porque no lo merezca, sino porque ya es demasiado tarde: su obra ya es eterna.
José Ismael Serna Hernández
Docente catedrático del Departamento de Humanidades, División Preparatoria del Tecnológico de Monterrey Campus Obregón.
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