Tal vez ahora, como nunca antes, nos enfrentamos a un nuevo tipo de oscuridad: una penumbra sin noche. No hay fuego en esta caverna digital; solo pantallas frías que, en su tenue resplandor, nos ofrecen imágenes que ya no narran, sino que repiten. La multiplicación de voces automáticas, de rostros clonados por algoritmos, de verdades prefabricadas, ha desdibujado los contornos de lo humano. En tiempos donde se puede emular la voz de un poeta o el trazo de una infancia, ¿qué queda de la experiencia real? ¿Qué memoria se salva cuando el recuerdo es curado por un sistema de datos?
Platón decía que el ascenso fuera de la caverna era doloroso. La luz lastima. Hoy, esa luz —que no es solar, sino digital— nos promete claridad, pero nos ciega con una oferta interminable de estímulos. La lucidez no está en ver más, sino en saber mirar. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han lo advierte con precisión quirúrgica: "La transparencia no significa verdad. Significa la desnudez de lo evidente" (Han, La sociedad de la transparencia, 2012). La sobreexposición de todo nos ha desprovisto del misterio, del silencio, de la posibilidad de pensar sin ruido.
Hemos delegado el juicio a los filtros, la memoria a la nube, la emoción al algoritmo. Y en esa delegación de lo íntimo, comenzamos a extraviar la brújula del sentido. El pedagogo brasileño Paulo Freire sostenía que educar no era transferir conocimiento, sino crear las condiciones para su propia producción y descubrimiento (Freire, Pedagogía del oprimido, 1970). En el aula y fuera de ella, urge enseñar a desconfiar de las sombras cómodas, a sospechar de la facilidad con la que el mundo se nos ofrece digerido.
La alfabetización digital no es solo saber usar herramientas; es saber cuestionar su ética. ¿Quién diseña el mundo que vemos? ¿A quién pertenece nuestra atención? ¿Por qué dejamos de nombrar lo que sentimos? Lo real ha comenzado a perder densidad. Se vive como si se desplazara sobre una cinta transportadora: veloz, automática, ausente.
Pero aún es posible resistir. Habitar el lenguaje como refugio, no como eco. Leer y escribir como acto de contracultura. Escuchar el testimonio de quienes han sido desplazados de la historia oficial, esa que los algoritmos omiten por no ser rentables. En la voz indígena que resiste el despojo, en el cuaderno de un niño que dibuja la luna sin Wi-Fi, en el cuentacuentos que no necesita un cable para conmover, ahí también habita la verdad.
Como recuerda George Steiner, "Lo que no se nombra, no existe. Lo que no se recuerda, muere" (Lenguaje y silencio, 1967). Nombrar es el primer acto de soberanía frente a la dictadura de lo efímero. Recuperar la luz es reaprender a decir. No solo describir el mundo, sino conjurarlo. Como en los tiempos más antiguos, cuando cada palabra tenía poder y cada silencio, profundidad.
Los griegos hablaban de aletheia, el desocultamiento. Ese es el sentido más hondo de la educación y la cultura: volver visible lo esencial. Frente a una IA que predice y modela, será indispensable una imaginación crítica, como propone Martha Nussbaum en Sin fines de lucro (2010), que nos enseñe a ser humanos frente al simulacro. A conmovernos, a dolernos, a maravillarnos sin necesidad de una conexión.
Hay que volver a los nombres verdaderos. A las historias que arden en el cuerpo. A la lentitud de un paseo sin GPS. A la lectura sin notificaciones. A la conversación sin emojis. A la palabra que es herida y curación, piedra y fuego. Porque como escribió Octavio Paz, "el lenguaje es un ser vivo: nace, crece, cambia, muere y resucita en cada hombre".
Recuperar la luz no es huir del mundo digital, sino mirarlo con los ojos abiertos de quien ha salido de la caverna y ha aprendido, al fin, a nombrar sus sombras. Es ahí, en la conjunción de lo humano y lo consciente, donde en el exterior, quizá aún podamos reconocernos.
José Ismael Serna Hernández
Docente catedrático del Departamento de Humanidades, División Preparatoria del Tecnológico
de Monterrey Campus Obregón.
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