Uno. Dos. Cuatro, seis, diez asesinatos. Masacres. La barbarie día a día provocada por grupos criminales cuyos tentáculos crecen sin parar.
Lo tocan todo, están en todos lados, se dejan notar para que sepamos que el control es de ellos y no, como debiera ser, de los ciudadanos.
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Porque el baile de cifras es tan estéril como ambiguo: la autoridad celebra una disminución de víctimas porque reconoce, en silencio, su rotundo fracaso.
Sí, las cifras ahí están, pero más allá de si aumentan o bajan, la realidad es que la percepción de inseguridad de la ciudadanía no afloja.
Por el contrario, se tensa más día con día. El ciudadano nota cómo el crimen ocupa cada vez más espacios que antes le pertenecían; prácticamente los criminales se adueñaron de la arena pública.
Sus mensajes son las balas, los secuestros, el terror diario, desde donde pueden arrojar cuerpos en la calle, acribillar a la luz del día, o extorsionar sin que alguien les incomode.
Las sombras son tan oscuras que obnubilan a los gobiernos. Minimizados y a ciegas, éstos sólo tienen una respuesta a la crisis: más y más militares en las calles.
Recurren a lo fácil, al lugar común; su lógica les dicta que más elementos en vía pública podrán dar soluciones, aunque de fondo sólo pretendan que el habitante perciba que, al menos, hay soldados cuidándole.
¿Por qué no hablan de políticas públicas específicas?
¿Por qué no conversan sobre crear un plan de recuperación del tejido?
¿Por qué no trabajar en abatir la terrible impunidad?
Para todas las preguntas, la respuesta es la misma: por falta de capacidad y por urgencia. Los gobernantes sólo ven lo inmediato, no el futuro.
Les interesa solamente quedar lo mejor posible hoy, por lo que descartan sembrar para que otros cosechen.
Y, claro, esa es una mezquindad que todos pagamos.
@cmtovar